A veces asistimos al inicio de algo y no somos conscientes, hasta que pasa el tiempo y recordamos aquel momento, colocándolo al inicio de un relato que construimos. Al comienzo no sabemos que estamos al comienzo.
La primera cocina que improvisó No Name Kitchen, según nos contaba Bruno, uno de sus fundadores, antes de la proyección de Klondike fue en un edificio abandonado en Belgrado (Serbia). Pretendía “simplemente” dar comida caliente a decenas de personas abandonadas a su suerte, a menos quince grados, en su camino hacia una vida de supuesto refugio. Seis años después centenares de voluntarios son coordinados por esta ONG que trabaja en cinco países distintos asistiendo a personas en movimiento sin importar su pasaporte o condición.
Klondike nos lleva a un viaje de inadaptación, de imposible naturalización de la vida entre las ruinas.
El inicio de Klondike parece una conversación de pareja rutinaria acerca de las reformas en casa, una nueva ventana, una posible mejora en el tejado. Les escuchamos sin saberles aterrorizados. Pareja primeriza a la espera de un bebé, el miedo parece más que comprensible, pero si las bombas comienzan a destruir la casa al mismo tiempo que las contracciones amenazan, la realidad se vuelve tan terrorífica que preferiríamos pensar que estamos en una ficción surrealista y no en los inicios de una guerra. Una guerra que comenzó entre la frontera de Ucrania y Rusia cuando nadie miraba hacia ella. En 2014 ya nacían niñes bajo las bombas, ya se estrellaban aviones a causa de misiles perdidos. La sinrazón de la guerra ya creaba monstruos y monstruosas situaciones como las que casi doscientas personas visionaron ayer lunes 22 de enero, en el Teatro Filarmónica de Uviéu, gracias al trabajo de la directora Maryna Er Gorbach.
Klondike nos lleva a un viaje de inadaptación, de imposible naturalización de la vida entre las ruinas, las casas sin tejado, las paredes que faltan mientras la violencia lo inunda todo. El final de la película, absolutamente inverosímil, nos lleva a unos títulos de crédito que nos recuerdan que todo lo que acabamos de ver está basado en la realidad.
Los finales a veces no consiguen serlo porque regresar a casa, con la información recibida, sabiendo que esta guerra late viva matando tanto, no consuela a nadie. La única noticia que anhelamos de Ucrania es el final de esta estúpida, como todas, guerra.
A pesar de que el trabajo de No Name Kitchen es imprescindible por su humanismo logístico también desearíamos su final en un mundo donde no fuera necesario. Mientras tanto nos queda apoyarles y admirarles para seguir promoviendo el cambio.




















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